Escuché este relato de Pico Iyer, quien viajó por varios años junto al Dalai Lama, escribiendo acerca de la vida de su Santidad.

El Dalai Lama estaba visitando Ishinomaki, un pequeño pueblo pesquero en Japón, recientemente devastado por el Tsunami de Fukushima.

El pueblo entero estaba en ruinas, y de luto… la desesperanza se sentía en el aire.

Pero un montón de gente hacía fila para agradecer la presencia de Su Santidad, y él les abrazaba, les pedía honrar a aquellos que murieron dedicándose a reconstruir lo que perdieron.

El Dalai Lama pidió a este pueblo de pescadores que del mismo modo en que el país entero pudo reconstruirse después de la segunda guerra Mundial, ellos también debían hacerlo con su comunidad -mirando hacia el futuro, y no hacia el pasado.

Pero poco después de su charla, el Dalai Lama caminaba de regreso lleno de lágrimas en los ojos.

Este era un ejemplo de sabiduría “en carne”, de cómo se puede vivir de manera espiritual, sin escapar a la gama entera de sentimientos posibles.

Este mensaje es importante porque a veces confundimos vivir una vida iluminada con una vida libre de dolor.

El concepto de la iluminación suele acoplarse junto con el de desapego, y el desapego suele confundirse con “ser un robot”.

El Dalai Lama sonríe mucho, sin duda alguna. Pero no se esconde del sufrimiento humano para poder ser feliz. Lo mira directamente en la cara, hace lo posible por aliviarlo, y comparte regularmente del dolor alrededor del mundo entero.

El dolor no nos hace menos espirituales. Nos hace más humanos.

Pero el dolor puede convertirse en rabia, en cinismo, en desesperanza. Se requiere de mucho temple, valor, paciencia y compasión para poder sobrellevar las tragedias y poder transformarlas en oportunidades de crecimiento.

Ese es el verdadero trabajo espiritual. Tiene menos que ver con felicidad… y mucho más que ver con fuerza y coraje. Y a veces puede estar más presente en las lágrimas… que en las sonrisas.

Qué opinas?

Comparte abajo 🙂